Blog

Odoo - Prueba 1 a tres columnas

Vivir con sentido de trascendencia 

 febrero 4, 2022

 

“Caminando el otro día por el centro de Salta, me encontré con una persona que no veía hacía tiempo y a la cual le guardaba cierta admiración. Estaba radiante, como siempre. Más viejo, eso sí, pero sus ojos brillaban y su semblante resplandecía. Fuimos a tomar un café para ponernos al día de nuestras cosas. Empecé yo contándole en qué estaba, cómo había transcurrido todo ese tiempo que no nos habíamos visto. Me escuchó, siempre atento e interesado en lo que le iba contando. Cuando le tocó su turno, desde el principio al final, quedé atónito y desahuciado. Todo, o casi todo lo que le había sucedido habían sido hechos dolorosos, muy dolorosos, desde la pérdida de su esposa hasta la leucemia de uno de sus hijos (esperaban lo peor, según prescripción médica). Es cierto que entre tanto dolor, se habían revelado un sinfín de gestos de solidaridad y apoyos incondicionales de amigos y parientes. Me confió que hasta él se había sorprendido de su propia actitud frente a tanto dolor. Los hijos, numerosos por cierto, no se habían quedado atrás. Estuvieron a la altura de las circunstancias y más también, siempre al pie del cañón y muy unidos en todo ese tiempo. Cuando terminó de hablar, me quedé mudo y hasta me sentí incómodo por mis quejas ante problemas menores que le había contado previamente. Sólo me nació abrazarlo, fue allí cuando sus ojos se humedecieron. Nunca lo había visto así. Luego de unos segundos, se repuso, me miró y me dijo: Dios me bendijo con el gozo, la familia, los amigos pero más con el dolor, porque fue lo que me enseñó que todo tiene un sentido, incluso aquello que humanamente no entendemos. Cuando me quedé sólo, entendí el motivo de su semblante y pedí para mi esa actitud frente a la vida.  Ese día volví a casa con otro semblante, casi como el de amigo.” Relato de Federico Andrés, graduado del curso Humanismo cristiano.


¿Te sentís identificado con estas palabras? Cuántas veces nos habremos descubierto en situaciones de queja, de frustración, inclusive de enojo hasta que nos encontramos con una realidad ajena que nos supera y nos hace sentir agradecidos por lo poco o mucho que tenemos. 

Lo que sucede es que la rutina nos mantiene ocupados y hasta distraídos en problemas o compromisos que poco responden a las verdaderas necesidades que llevamos en el corazón. A esto se le suma el hecho de que la cultura actual pondera al hombre como centro del mundo y coloca sobre nuestros hombros pesadas cargas. Pareciera ser que el destino de todas las cosas dependiera de nosotros, adjudicándonos una presión inaguantable y una sensación de superioridad artificial que se rompe cada vez que nos damos cuenta de nuestras limitaciones.

Es por eso que ante el encuentro con la sencillez y la humildad, nos sorprendemos. Gestos como alegrarse y/o empatizar por las vivencias de otros y ser agradecido aún cuando se atraviesa un gran dolor, parece increíble. Es que no cuadra en el esquema del hombre “todopoderoso” que la cultura actual nos hace creer que somos. 

Lo que esta realidad revela es que es posible vivir de un modo diferente, auténtico y real que conduzca hacia la plena realización del hombre y de lo humano. La invitación es incorporar en la cotidianidad una sensibilidad que permita comprender el sentido de las experiencias y conferirles el valor que corresponde. Ante esto, el humanismo cristiano puede dar algunas claves.

El otro. La visión de la persona nos ayuda a reconocer quién es el hombre, su valor y sentido de vida. A su vez, nos ayuda a comprender que no vivimos solos, sino que convivimos con otros seres humanos. Tanto unos como otros tenemos dignidad, libertad y finalidad: tenemos derecho a ciertas condiciones, tenemos  responsabilidad de asumir las consecuencias de nuestros actos y el fin de perfeccionarnos a través del ejercicio de nuestros talentos y capacidades. Comprender que existe un otro con idéntico valor que tiene mi vida, enseña a cuidar y respetar la vida humana en todas sus formas y dimensiones.

Seres limitados. Es necesario transitar la vida reconociendo que como hombres necesitamos de donde aferrarnos y que eso no depende de la razón humana para establecerlo, sino para descubrirlo. Descubrir que el sentido de las cosas no está únicamente sujeto al esfuerzo y la razón humana debe cambiar radicalmente nuestras vidas porque lejos de quitarnos el protagonismo, nos brinda la seguridad y la calma de saber que no estamos solos sino que todo está vinculado a algo superior, que es superador del orden terrenal que conocemos. Que nos permite descansar en la confianza, cuando todo parece perdido.

La proporción. Armonizar la fe con la razón humana es posible porque son dimensiones que se complementan e integran en una sola verdad. No se trata de dejar todo “librado a la buena de Dios” pero sí de dejar espacio para su voluntad en la medida que humanamente vamos forjando nuestra vida, poniendo el mayor empeño y alegría para recorrer el camino. Es algo así como un trabajo en equipo donde se unen en esfuerzo la fe y la razón. Sólo cuando ambas dimensiones se complementan es posible llegar a conocer la verdad y quien vive en la verdad, es pleno.

La convivencia. Es posible entablar un diálogo con la cultura actual porque comprendiendo la verdad que logramos descubrir mediante la fe y la razón, estamos mejor preparados para afrontar las discusiones que se dan en la actualidad. No se trata de imponer la postura propia sino de realizar aportes que ayuden a otros a descubrir esa verdad. Solo así es posible dar el valor que corresponde a cada cosa y por lo tanto, actuar en consecuencia.

En tal sentido, vivir el humanismo cristiano es una invitación a transitar el camino de la felicidad. Por un lado, aporta a la cultura actual las preguntas, los modos y el diálogo que promuevan la unidad entre los hombres, la convivencia en armonía y la construcción de un mundo mejor. Por otro lado, permite encontrar consuelo cuando atravesamos situaciones dolorosas, aún cuando hay aspectos que humanamente nos cuesta comprender y es el motor que nos impulsa a agradecer aquello bueno que nos sucede, desde lo sencillo de un atardecer hasta el milagro de un nacimiento.

La puerta está siempre abierta. Nos aventuremos a caminar por la senda que no ofrece soluciones rápidas, pero que nos lleva a vivir con un sentido de trascendencia sin igual. Aquella que nos completa y libera.